BOBBY


Bobby


«Bitácora de viaje. No puedo más, tras un leve suspiro miro hacia atrás y puedo ver como la piel que surca mi costado va sumergiéndose poco a poco entre las hendiduras que separan mis costillas. Estoy perdida. Una mañana, hace ya muchas mañanas, Augusto decidió ir tras una garrida moza en vez de tomar mi misma dirección.  Las articulaciones, temblorosas, me fallan a cada paso y no parecen soportar mi peso, que en este momento, no es más que el peso de mi propio ser. Mi paso es lento, calmo; al compás de la tórrida brisa que muy de vez en cuando corre, y que cuando se levanta, parece empujarme y ahogarme al mismo tiempo. El silencio atronador proveniente del cantar de las chicharras, penetra de forma incontrolada hasta mis tímpanos, en los que parece haberse incrustado. Ocultas entre las ramas de lo árboles, las chicharras, con su estridente chirriar, monótono y pesado, tocan la banda sonora de la que parece será, mi última caminata.  El agua, que brota a gotitas como por arte de magia debajo de los olivos, no es suficiente para saciar mi sed. ¡Cuántos olivos! ¿Dónde estoy?  Llevo días caminando sobre esta tierra rojiza y polvorienta, olivo tras olivo, jadeo tras jadeo. Acompañando a cada efímera huella que dejo tras mí, se acerca vertiginosamente la posibilidad de exhalar mi último respiro.  ¡Un conejo! No tengo fuerzas para correr… Sigo caminando bajo la atenta mirada de una lejana esfera que por el día me maltrata con su calor, y por la noche, aunque no todas, me bendice con su luz. Me parece avistar mis propias huellas, ¿acaso ya he pasado por aquí? ¿estaré andando en círculo? Parece que allá donde mire solo haya olivos, ¡Otro conejo! No percibo ningún olor, mi lengua ya no puede humedecer mi nariz, y ni recuerdo el momento en que perdí el rumbo.  ¡Espera! ¿Qué es eso? Con los ojos entrecerrados y la vista borrosa, mis desesperadas ganas de vivir me dan la fuerza para atisbar en la lejanía un oasis dentro de este mar de olivos. Mar de olivos, mar de olivos… Estoy cansada de esta metáfora, repetida hasta la saciedad. El mar es fresco, pacífico o salvaje, despiadado con los osados y bondadoso con los considerados. Siempre en continuo movimiento, lleno de vida.  Estos olivos permanecen inmóviles desde que nacen, y así llevan cientos de años. Parece más bien un despoblado; un imponente despoblado de olivos cuya única vida, paradójicamente, reside en los mismos olivos. Tras un momento de delirio, mi propio divagar me lleva hasta la orilla de este oasis, que lejos de ser un espejismo, toma la forma de un cortijo. ¡Un humano, al fin! Un tipo con poco pelo pero repeinado, con los ojos del mismo color que el envés de una hoja de olivo, se acoda sobre una balaustrada blanca y albero y me observa atentamente. ¡Agua y comida! Creo que me ha entendido… El hombre se acerca, cauto pero decidido, y al fin como y bebo. Decido pasar la noche allí. Al despuntar el alba, mi salvador vuelve a aparecer con más agua y más comida. Esta vez viene acompañado de dos niños que, sigilosos, siguen sus pasos. No paran de repetir un nombre: Bobby. ¿Se refieren a mí? Pero, ¿Qué americanada es esa? ¡Mi nombre es Paquita, joder! Supongo que, por agua, comida y ese amor inefable puedo acostumbrarme a mi nuevo nombre. Bobby, Bobby, Bobby»

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